Por Juani Villano
Festival internacional de Mar Plata
La sala se prepara. Algunos dialogan entre risas y conversaciones distendidas. El proyector revela una luz, hermosa por donde se mire. Imágenes seriadas que llevan al llanto. La emoción en carne propia. La osadía de un director de escala mundial, la cual no pudo terminar de otra forma; maravillando a la audiencia.
Guillermo del Toro toma el relato de Pinocho y lo convierte en una obra distinta a sus predecesoras. Diferentes rumbos narrativos y contexto situacional. El período de guerras mundiales, el fascismo, la explotación infantil y demás colores dramáticos tiñen el relato. Cada aspecto se adecua con los momentos consecuentes, uno de otro.
La decisión de encuadres y movimientos dentro del mismo es excepcional. Tanto si nos acercamos al personaje, como también alejarnos, el sentido cobra preponderancia sobre lo que estamos audiovisionando. Recalco la parte auditiva, porque es un elemento clave a la hora de la construcción del mundo animado. Cada paso, roce de ropa, tintineo de copas, y un largo etcétera, necesita ser recalcado; siendo esta la decisión final en la película y utilizada con gran maestría.
Por último, las ideas evocadas. Familia, crecimiento, verdad, y lo más importante: la niñez. Esta, no solo parte desde el personaje de Pinocho, sino que se refleja en el mismo realizador. Del Toro sabe como guiar a la audiencia, llevándola en una montaña rusa, donde la atracción va y viene entre la tristeza y la risa. Un filme que todos deben ver; grandes, chicos y jóvenes. Poder disfrutar del amor propio y esa habilidad de querer a la gente que más apreciamos. Al fin y al cabo, todos somos niños de verdad.