Por Emanuel Brunella
Después de seis años de ese hit que fue «El Angel» Luis Ortega regresa con la misma
fuerza estética que marcó con su última obra; pero esta vez volviendo a su camino espiritual, a ese trazo que generó en sus primeras obras.
Acá más en una línea muy singular y sobrecargada, «El Jockey» pareciera la
confirmación de sus intereses, pero a la vez un film que se pierde en su propia
parafernaria.
Ortega cuenta con muchas cosas, pero también algunas referencias que terminan
sintiendo a la misma cinta carecer de identidad, como si no pudiera respirar entre tanta chuchería.
Esta travesía la lleva su propio protagonista, Remo Manfredini, que es un eximio
deportista pero un ser autodestructivo, tanto en su profesión como en su vida amorosa, y esa caída en picada hacia el fondo, es el punto de partida.
Desde ahi se notan tantas cosas, como que sigue ahi ese cariño hacia los marginales o
los que padecen la injusticia de estar sin techo, esos rotos que tienen alma como pasaba en «Lulu». O hasta en su ópera prima «Caja Negra». Acá se enfatiza más es una
línea ácida, con cierta ternura de antes, un humor negro en este universo del turf,
que se explora poco y que capaz es lo más magnético de la película. Porque se lo carga de un excentricismo a este deporte, pero a la vez de mucha energía, de una fuerza natural como lo son sus caballos, y es lo que en la primera media hora de cinta
da: un entretelón por sus pasillos o descansos, tan incómodos o tensos.
Luego tiene vestigios de grandeza y otras de exageradeces absurdas que no terminan de calar. Se siente un intento forzado de algo, a lo Kaurismaki; no por nada su director de fotografía es más o menos Timo Salminen, habitué de Aki, y que reafirma ese guiño, pero sin entonar bien la prosa del mencionado Finlandés
Tampoco resulta tan interesante lo que cuenta o tan marcado, prefierse llevar y
llevar; pero un punto aparte merece destacar a ese Nahuel Pérez Biscayart camaleónico, actor que pasa de actuar con la Huppert o en films italianos, y que vuelve a compartir con el cineasta obra, para construir un personaje tosco e impredecible al inicio, pero que luego toma una evolución grandiosa llegando al final. La cinta es suya, mantiene picardía y encanto en sus ojos, su finura en la que termina desenvolviendo es de una remenda grandeza, aunque el resto
resulte cansino, porque no nos lleva a ningún lado que nos palpite. Aunque ese no sería el problema, capaz es que entre tanto tiro y tiro de ironía, ninguno logra conmover, más que verse bonito, como un automóvil impecable y alargado, pero sin motor.
No cala hondo, pero entrega bailes con una tambien tremenda Úrsula Corberó,
que genera mucho encanto al principio, eso sí, pero se siente demasiado nada hacia su
tramo final. Algo que no termina de cuadrar, como la propia ambivalencia de Remo.