Por Tomas Emanuel Brunella.
@josehumano8
Hoy es 12 de noviembre, y esta noche son los Oscars, ya ni en vísperas estamos, sobre ellos estamos y más allá de que no me mueva un pelo, solo me genera ganas de ver y disfrutar de algunas de las nominadas y también el baraje de cholulismo que uno tiene con la ceremonia.
Lo que si me llamó la atención fue ver las nominadas a mejor película extranjera de este año, una competencia bastante fuerte en la que se encuentra también nuestro país por el film de Santiago Mitre; hoy igual me dedicaré a la última que me faltaba de esta categoría y la que más me conmovió: The Quiet Girl. Este film que construye tanto en forma y profundidad, una unión cinematográfica que se acerca a una sensación potente como puede ser la melancolía ante los recuerdos.
La composición absorbente por lo general de primeros planos o planos enteros, estos últimos forman cuadros magníficos, donde la luz entra de una manera y deja una oscuridad en sus bordes. Lo que se cuenta a través de sus imágenes, mediante sus planos, no parece pretencioso sino cargado de significado; como puede ser un momento donde la vergüenza de nuestra pequeña protagonista (en un plano estático y desequilibrado) la deja al borde de la imagen y a ella frente a una ventana, con todo el fondo oscuro, y solo iluminado su rostro, mirando por debajo sobre la vista de la ventana atrapada en su timidez. De estos miles de momentos, como los primeros acercamientos al hombre de la casa donde nuestra Cait va a parar, y donde se da una suerte de plano contraplano, de espalda a ellos, así mismo silencios incómodos, hasta terminar en otro momento donde el primer acercamiento afectivo es este hombre mayor. Así muestra un detalle (en un plano detalle) antes de irse a trabajar, dejándole en el borde de la mesa a ella, una galletita para su merienda.
Pareciera algo sensiblero, pero esta suerte de cuento es el que me gusta contar, hace de este un debut de dirección fascinante, porque está equilibrado y controlado para que no se desparrame, al menos para mí. En ningún momento cae en un melodrama de novela de tv.
La imagen se ajusta a dar una potencia luminosa ante esa memoria, y ese extracto de tiempo, muy clásico, muy en una forma de relatarse pero también visual del pasado cine, y a la vez en un lirismo como puede ser el de ahora; Alejandro G. Calvo que es un gran crítico, dice algo que comparto de ella: es la unión justa y bien armada de sentido y sensibilidad.
¿De qué va este retrato tan rural que pareciera traido de otro momento? Situado en 1981, sigue a una pequeña Cáit, un ser reservado, de nueve años que está desatendida por parte de su pobre, disfuncional y demasiado numerosa familia. Se enfrenta en silencio con dificultades en la escuela y en casa, y ha aprendido a pasar desapercibida para todos.
Cuando llega el verano y se acerca la fecha del parto de su madre, Cáit es enviada a vivir con unos parientes lejanos. Sin saber cuándo volverá a su casa, se queda en el hogar de unos desconocidos sin más pertenencias que la ropa que lleva puesta. Poco a poco, y gracias a los cuidados de la familia Kinsella, Cáit va conociéndose y también valorando el valor afectivo como lo son el cuidado y el amor; el cariño que genera vitalidad y también una fuerte ayuda para un niño, como cualquier ser humano necesita, el aporte inmenso del amor, para progresar uno mismo y ayudar a que otro progrese. Eso es lo que late en esta cinta, que brilla por la fotografía delicada de Kate McCullough y su música suena alto en sus silencios; una película de silencios y palabras dichas con gestos, de momentos cotidianos que se repiten, para parecer que no generan algo inolvidable aunque nacieran de la nada. Así como ese contribuir pequeño, que gira dentro del film, pasa a ser una pequeña maquinaria imaginativa y un recuerdo borroso, entre el sol que pega dando algo así asentado.
Un gran film que funciona en su ligereza, en no forzarse y en ser (como dije), una suerte de recuerdo, donde pasan cosas, detalles, que eran lo que uno es en parte, mucho más que toda la parafernalia que nos hacen sentir de adultos, salimos de ahí y de esa profunda emoción.